Dicen que arrastra cadenas y que en lugar de cabeza tiene una campana. Otros afirman que el broncíneo testuz es en realidad una cacerola vacía, sin sustancia dentro. Lo cierto es que rueda por el monte, alegre —la sala de máquinas era fea—, perdiendo tuercas y tornillos. Lo acompaña, colgada de un hilo en la caldera oxidada, una pequeña araña volatinera; no hablan la misma lengua, pero han llegado a entenderse.
Al artilugio le llueven piedras cuando roza las zonas pobladas—¡quieren saber lo que hay en esa cabeza!—. Le cuelgan mazas como brazos —podría resolver la burla en el acto, romper músculos y tendones, destrozar cráneos—, pero por el momento, solo chirría extrañado.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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