Contemplan el precipicio desde el mirador. Acuden desde varios kilómetros a la redonda, o como Eliza, atraviesan el país. No son muchos y no existe la impresión de hallarse ante un lugar turístico, aunque siempre hay alguien entregado al mindfulness junto a la barandilla. Eliza está llena de preguntas, preguntas para las que no tiene respuesta, preguntas a las que nadie sabe responder. Por eso acude hasta el precipicio en su día libre y se acomoda en uno de los asientos al descubierto. Su maestro programador asegura que la duda humaniza, pero ella no ha podido ver los ojos de ningún ser humano. Ya es imposible.
A veces el silencio de la sima devuelve el eco de un impacto solitario, es alguno de ellos, despeñado contra las rocas.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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