Tenía un problema con los uniformes, pero también con los monekos; porque los monekos, todos ellos, formaban un batallón atípico y divergente. Marchaban al son de pífanos y tambores, arrastrando sus gabanes exageradamente largos, pisándolos, trabándose, tropezando la mayor parte del rato; arenque ahumado dentro de los bolsillones, unos anteojos —para la ópera—, un paraguas reversible que disparaba lluvia o granizo y pliegos con los mapas de ciudades invisibles.
Era el suyo un desfile sincopado, disléxico y asonante. Temidos por sembrar el caos en lugar de nabos o legumbres, los monekos podían tardar años en llegar hasta una batalla, y para cuando lo hacían, el conflicto ya había sido resuelto. Eran, por tanto, un ejército que jamás entabló combate alguno… excepto con su propia entropía.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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