La vieja fábrica ya era así, vieja, desde el momento que sus rejas de forja se abrieron. Ni siquiera relumbró un poco cuando la engalanaron en el día de su estreno. Para aquella ocasión, la banda municipal se esmeró en soplar sus instrumentos entre coloridas cintas y guirnaldas primaverales. El festejo fue disonante, equiparable al coronamiento de un rinoceronte, y los brillos y los ecos de la celebración fueron barridos apresuradamente por el aullido de la sirena.
La tristeza de algunas locomotoras y de los postes del tendido eléctrico, también le era propia. Había nacido vieja incluso sobre el papel, en la tinta que razonaba su existencia en alzado, planta y perfil. Era vieja como el hastío. Vieja, vieja como el demonio. Vieja como su perverso propósito de enriquecer a unos pocos.
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