Empujó
la pesada puerta de la iglesia, y esta, con largo chirrido, se quejó
de que nadie reparaba sus bisagras. El quejío molestaba a
limosneros, a fieles, al párroco, a las monjitas, a la coral de
viudas de exmilitares jubilados y al voluntariado —benditos ellos—;
pero mortificaba especialmente a Federico, maestro organista y
poseedor de un muy culto oído, que solía renegar con la mirada o
cubrirse las orejas cada vez que la escuchaba.
“¡Qué
queréis, que me conforte ante tan duro destino, ante tan gran
martirio!”, rechinó Ariadna, enfurecida. Era ella una puerta con
carácter. Ya lo advirtió el herrero que la parió: un erudito del
madrigal a tiempo parcial que dividía su amor entre la forja y el
Settecento, bella
porta, ma problematica.
Así que Ariadna apretó los goznes. Se cerró en banda, a piedra
y metal,
y no permitió que nadie entrara de nuevo al templo.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
Comentarios
Publicar un comentario