Empujó
la pesada puerta de la iglesia, y esta, con largo chirrido, se quejó
de que nadie reparaba sus bisagras. El quejío molestaba a
limosneros, a fieles, al párroco, a las monjitas, a la coral de
viudas de exmilitares jubilados y al voluntariado —benditos ellos—;
pero mortificaba especialmente a Federico, maestro organista y
poseedor de un muy culto oído, que solía renegar con la mirada o
cubrirse las orejas cada vez que la escuchaba.
“¡Qué
queréis, que me conforte ante tan duro destino, ante tan gran
martirio!”, rechinó Ariadna, enfurecida. Era ella una puerta con
carácter. Ya lo advirtió el herrero que la parió: un erudito del
madrigal a tiempo parcial que dividía su amor entre la forja y el
Settecento, bella
porta, ma problematica.
Así que Ariadna apretó los goznes. Se cerró en banda, a piedra
y metal,
y no permitió que nadie entrara de nuevo al templo.
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