Empujó
la pesada puerta de la iglesia, y esta, con largo chirrido, se quejó
de que nadie reparaba sus bisagras. El quejío molestaba a
limosneros, a fieles, al párroco, a las monjitas, a la coral de
viudas de exmilitares jubilados y al voluntariado —benditos ellos—;
pero mortificaba especialmente a Federico, maestro organista y
poseedor de un muy culto oído, que solía renegar con la mirada o
cubrirse las orejas cada vez que la escuchaba.
“¡Qué
queréis, que me conforte ante tan duro destino, ante tan gran
martirio!”, rechinó Ariadna, enfurecida. Era ella una puerta con
carácter. Ya lo advirtió el herrero que la parió: un erudito del
madrigal a tiempo parcial que dividía su amor entre la forja y el
Settecento, bella
porta, ma problematica.
Así que Ariadna apretó los goznes. Se cerró en banda, a piedra
y metal,
y no permitió que nadie entrara de nuevo al templo.
Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.
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