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La buena educación

Una de las baldosas era distinta a las del resto de la casa; su viñeta selvática aparecía incompleta y sin lustre, solitaria entre una extensa geometría de ártico blancor. El pisito del centro histórico, el que a principios de siglo alojara al vicecónsul de Venezuela, había sido decorado al gusto posmoderno, y la baldosa, que nadie pudo retirar, quedó allí anclada como un simpático anacronismo. Al verla, los inquilinos se mostraron encantados, y también el gato persa, que ronroneó de satisfacción al inaugurar la nueva residencia.

A la baldosa la sorteaban con equilibrios, a veces cómicos. Jamás la pisaban y los invitados debían admirarla desde la distancia, sin rozarla. El gato de la casa, echado junto a la censurada parcela, gustaba de acicalar allí su pelusa. Rara vez la descuidaba. Pero con su ojo felino vigilaba también al caballero con chistera que le saludaba al entrar y salir por ella.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.