Una de las baldosas era distinta a las del resto de la casa; su viñeta selvática aparecía incompleta y sin lustre, solitaria entre una extensa geometría de ártico blancor. El pisito del centro histórico, el que a principios de siglo alojara al vicecónsul de Venezuela, había sido decorado al gusto posmoderno, y la baldosa, que nadie pudo retirar, quedó allí anclada como un simpático anacronismo. Al verla, los inquilinos se mostraron encantados, y también el gato persa, que ronroneó de satisfacción al inaugurar la nueva residencia.
A la baldosa la sorteaban con equilibrios, a veces cómicos. Jamás la pisaban y los invitados debían admirarla desde la distancia, sin rozarla. El gato de la casa, echado junto a la censurada parcela, gustaba de acicalar allí su pelusa. Rara vez la descuidaba. Pero con su ojo felino vigilaba también al caballero con chistera que le saludaba al entrar y salir por ella.
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