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Malas hierbas

Los tranquilos jardines del tedio puedo ojearlos desde la ventana. Nunca antes estuvieron tan callados, vaciados de propósitos al igual que mi calendario. Solo que las malas hierbas han tomado la pérgola, los toboganes, los columpios grafiteados, lugares que antes les estaban vedados. Se engrosaron en los umbráculos durante el encierro, y en ausencia de trabajadores desbordan los parterres e invaden las pistas sin dificultad. La estampa parece sacada de un relato ficticio, y en los mensajes del chat siempre leo esa frase en algún momento. Además, los boletines informativos ya no aconsejan bajar al perro; se trata de una medida para evitar accidentes, advierten, porque los cachorros desaparecen entre los brotes enmarañados. Qué raros días me visitan. Las calles desiertas como una invención fallida. Contemplo el parque y me pregunto si la maleza cruzará la carretera. Si conseguirá rodear este bloque. Si como dicen, esto no será más que una novela. Si los vigorosos tallos acabará por cubrirlo todo; incluso mis recuerdos.


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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.