Llevaba tanto tiempo contemplando esa foto de Lee Friedlander, que por pura rabia la arrancó del libro y no volvió a recordarla hasta por la noche, cuando ya más calmada recogió sus cosas. Advirtió que en aquella imagen podía distinguir la muda cercanía de quien, a pesar de no estar presente, era capaz de escuchar y asentir. La fotografía la dispuso junto a su rincón favorito y le complacía mucho mirarla al acabar la jornada. Ocurría entonces que al otro lado del monócromo intangible se encendía el televisor. También allí, en el otro lado, era el esperado mejor momento del día.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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