Todas las noches soñaba con el sombrero perdido. Lo seguía sin descanso, a la carrera, alargando los brazos tanto cuanto podía para recuperarlo, jadeante como un podenco entregado a la caza; hasta que un requiebro inesperado alejaba para siempre la chistera de sus dedos.
«¡Desdichado espantajo!; ¡Presumido!; ¡Despierta ya!», gritaba puntual —al alcanzar el sol su cenit— un cuervo empeñado en apropiarse de los retales que abultaban la cabeza de trapo. Miraba entonces la fachosa ropa desvaída que lo vestía, las estacas resecas que asomaban por ellas, y creía escuchar que algo, algo que se reía, aullaba escondido en el viento.
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