Todas las noches soñaba con el sombrero perdido. Lo seguía sin descanso, a la carrera, alargando los brazos tanto cuanto podía para recuperarlo, jadeante como un podenco entregado a la caza; hasta que un requiebro inesperado alejaba para siempre la chistera de sus dedos.
«¡Desdichado espantajo!; ¡Presumido!; ¡Despierta ya!», gritaba puntual —al alcanzar el sol su cenit— un cuervo empeñado en apropiarse de los retales que abultaban la cabeza de trapo. Miraba entonces la fachosa ropa desvaída que lo vestía, las estacas resecas que asomaban por ellas, y creía escuchar que algo, algo que se reía, aullaba escondido en el viento.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
Comentarios
Publicar un comentario