La cámara, una novedosa caja negra con lentes, captura la imagen de Maurice: anarquista de ojos pequeños y redondos; sus documentos indican 56 años, pero su carne todavía es dura. Cuando no parece estar divagando se muestra violento, por esa razón se encuentra bien atado a la silla y recluido en el asilo. Una garra de madera y cuero aferra su cabeza al asiento. Al recibir la descarga su rostro se desencaja, surge entonces desde las profundidades del dolor una máscara grotesca, inhumana. Tras el electrochoque Maurice es devuelto a su rincón. Incluso aturdido puede oler la mierda y escuchar los gritos y los porrazos. Arriba, días más tarde, proyectan la filmación en una salita privada. La luz pasa por encima de las calvas académicas y atraviesa el humo de los habanos. Abajo, el agualuz corre hacia el desagüe del patio, forma un reguero luminoso y eléctrico que los guardianes evitan pisar.