La caja siempre estaba cerrada. No hablaba. No era asustadiza como el resto. Única y solitaria, ocupaba la balda más inaccesible de la oficina de cartas muertas. Era un cuartucho atestado, teñido por la macilenta luz de una bombilla, y donde un cerúleo oficinista guardaba la correspondencia extraviada. Cuando eso ocurría, nada más cerrarse la puerta acristalada, se alzaba un inevitable corrillo de voces temerosas y diminutas. ¡Silencio he dicho! ordenaba un fardo derrengado desde uno de los rincones. Y entonces las voces callaban. Al llegar los fríos el cuartucho era purgado y cargaban las sacas colmadas hasta un callejón cercano. El silencio invernal dejaba escuchar las grullas, pero también el quejoso rechinar de la herrumbrosa caldera. Allí, al calor del fuego vivificante, los pálidos subalternos enumeraban sus achaques y echaban cuentas de sus salarios, mientras que en el temblor del papel reseco ardían, infelices, las caligrafías, las promesas y los adioses.